Me gusta seducir, pienso, mientras acaricio con suavidad el borde de mi copa de gin-tonic. Me gusta saber que aquel que se me antoja, puede ser mío. Que si me acerco y le susurro un par de frases al oído, y lo miro con cierta concupiscencia, lo tendré en el bote. Y hará lo que yo quiera. Me gusta tener lo que quiero al alcance de la mano. Ser atractivo, lo sé, es toda una suerte. Lo sé desde siempre, y lo he usado con absoluta conciencia para obtener lo que he querido, sobrepasando en más de una ocasión el límite de la ética y del respeto. Otros, pienso, usan otras formas de egoísmo, de desprecio por los demás. Yo uso ésta. Aprovecho los cuerpos, las compañías, porque me es sencillo hacerlo, no me ocasiona ningún esfuerzo. Luego desecho las personas que llevan dentro.
Ahora mismo, estoy viendo en el fondo de la barra dos que me están apeteciendo. Ambos me han mirado. Es más, lo siguen haciendo, disimuladamente, cada minuto o menos, dejan caer sus ojos de deseo sobre mí... Y yo me dejo sonreír, como asintiendo, pero al mismo tiempo, con aire de indiferencia. Prefiero ser yo el que escoja. Me dirijo al primero, despacio, hasta colocarme a su lado, pero no le miro. Él se acerca un poco más y me dice algo. Le sonrío y le respondo. Iniciamos una conversación en la que él no tarda en intentar un acercamiento físico, de sus labios a los míos. El otro chico, que sigue mirándome de vez en cuando, se gira finalmente y desaparece en la masa de gente que baila en la pista. Tiene algo ese chico, sin ser guapo, tiene algo, pienso. Pero me dedico al primero, que ya me mira con esos ojos que sé que quieren decir que me dirá que sí a lo que yo quiera... Así que mientras hablamos voy acercando poco a poco mi boca a su oído, hasta que al hablar casi le toco con la lengua el lóbulo. Mi aliento, estoy seguro, le acaricia y le pone caliente. Y eso me excita. Así que intento un definitivo tour de force, y le muerdo levemente para, acto seguido, levantarme y dirigir mis pasos hacia el baño. Está bueno, pienso, pero no me apetece meterlo en mi cama, no esta noche al menos. Así que entro en los aseos, mirando sólo una vez antes de traspasar la puerta, para comprobar lo que ya sé con seguridad, que me está siguiendo. Ya en el baño dejo que me bese, que me toque, que se excite. Dejo incluso que me empuje hacia una cabina y allí me desabroche la camisa. Yo le beso con deseo intencionado, sabe dulce esta boca. Y aprieto con fuerza sus glúteos, que son agradables, firmes, suaves al tacto cuando deslizo mis dedos debajo del pantalón. Él no duda mucho en bajar con su lengua por mi pecho y saborear mi sexo con ansia, con un ansia feroz que me hace eyacular con firmeza dentro de su boca, mientras agarro con ganas sus cabellos entre mis dedos. La cosa termina bruscamente, él que se limpia la boca con rapidez, usando papel higiénico, y que intenta cruzar un par de frases más, pero yo le corto con sequedad y salgo del baño con prisa, mientras me ajusto la bragueta. No me ha gustado mucho, pienso. Se me ha dormido un pie y salgo con dificultad por el pasillo. No me apetece seguir aquí, pienso. Pero me apetece otro gin-tonic. Sí, me apetece sentir ese sabor entre amargo y refrescante del líquido cayendo por la garganta, como anestesia del vacío de la noche. Sí, me digo, uno más y me marcho. Mientras me sirven la copa vuelvo a mirar hacia la pista, donde sigue la música ochentera, que parece entusiasmar a la gente. Sí, a mí también, desde la barra muevo discretamente mis caderas al ritmo de lo que se escucha... Parece que todo el local está, por un instante, en sintonía. Buen rollo, sí. Y, de repente, entre la masa de personas que bailan al unísono, surge él de nuevo. El otro chico, como una aparición. No, no es guapo, pero tiene algo... Una mirada profunda, que mantiene sin temor. No sé qué es, pero me gusta. Se mueve bien, con estilo. Transmite cierto equilibrio. Se nota que tiene gusto, que camina sin buscar que lo miren (al contrario que la mayoría en estos sitios) Creo que no se ha dado cuenta que sigo aquí. Se dirige a la puerta. Y sí, al pasar junto a mí me mira. Me mira y me sonríe... Yo le respondo la sonrisa, pero él se aleja de todas formas. Parece que se va. No sé por qué, pero siento el impulso de seguirle... Normalmente no sigo impulsos, prefiero sentir que lo que hago está pensado y decidido racionalmente. Pero algo hay en ese chico que me hace actuar impulsivamente, así que dejo el gin-tonic en la barra y salgo detrás de él, que desciende ya la calle. Corro hasta alcanzarle y le saludo. Él me responde con un breve “hola” al que acompaña de una sonrisa... “¿Te vas ya?” le pregunto. “Sí, estoy ya cansado, tengo sueño” me responde sin dejar de caminar. “He visto cómo me mirabas antes”, le increpo con una mirada entre deseosa e irónica. “Sí”, me responde, “pero ya me di cuenta que no me ibas a dar bola ninguna”. “¿Y qué te hizo pensar eso?” le digo. A lo cual, con una media sonrisa, me lanza una mirada que lo dice todo y que, a la vez, me deja claro que no estoy jugando con ningún principiante. Yo no estoy acostumbrado a que se dirijan a mí (y, sobre todo, con respecto a mí) con tanta seguridad, así que de repente me siento algo desubicado. La verdad es que me apetece que se quede conmigo, llevármelo de allí, quedarnos juntos. Pero no, no parece nada fácil. Sigo insistiendo, sin que parezca que me importa mucho, y al final consigo que me pase su número de móvil. Él, sin embargo, se marcha a su casa a dormir, y parece que no hay más que hacer.
Han pasado unos días y lo he llamado. Se ha mostrado muy amable conmigo. Creo que le ha gustado oírme. Quedamos en vernos, la cosa va a salir bien...
Ahora mismo, estoy viendo en el fondo de la barra dos que me están apeteciendo. Ambos me han mirado. Es más, lo siguen haciendo, disimuladamente, cada minuto o menos, dejan caer sus ojos de deseo sobre mí... Y yo me dejo sonreír, como asintiendo, pero al mismo tiempo, con aire de indiferencia. Prefiero ser yo el que escoja. Me dirijo al primero, despacio, hasta colocarme a su lado, pero no le miro. Él se acerca un poco más y me dice algo. Le sonrío y le respondo. Iniciamos una conversación en la que él no tarda en intentar un acercamiento físico, de sus labios a los míos. El otro chico, que sigue mirándome de vez en cuando, se gira finalmente y desaparece en la masa de gente que baila en la pista. Tiene algo ese chico, sin ser guapo, tiene algo, pienso. Pero me dedico al primero, que ya me mira con esos ojos que sé que quieren decir que me dirá que sí a lo que yo quiera... Así que mientras hablamos voy acercando poco a poco mi boca a su oído, hasta que al hablar casi le toco con la lengua el lóbulo. Mi aliento, estoy seguro, le acaricia y le pone caliente. Y eso me excita. Así que intento un definitivo tour de force, y le muerdo levemente para, acto seguido, levantarme y dirigir mis pasos hacia el baño. Está bueno, pienso, pero no me apetece meterlo en mi cama, no esta noche al menos. Así que entro en los aseos, mirando sólo una vez antes de traspasar la puerta, para comprobar lo que ya sé con seguridad, que me está siguiendo. Ya en el baño dejo que me bese, que me toque, que se excite. Dejo incluso que me empuje hacia una cabina y allí me desabroche la camisa. Yo le beso con deseo intencionado, sabe dulce esta boca. Y aprieto con fuerza sus glúteos, que son agradables, firmes, suaves al tacto cuando deslizo mis dedos debajo del pantalón. Él no duda mucho en bajar con su lengua por mi pecho y saborear mi sexo con ansia, con un ansia feroz que me hace eyacular con firmeza dentro de su boca, mientras agarro con ganas sus cabellos entre mis dedos. La cosa termina bruscamente, él que se limpia la boca con rapidez, usando papel higiénico, y que intenta cruzar un par de frases más, pero yo le corto con sequedad y salgo del baño con prisa, mientras me ajusto la bragueta. No me ha gustado mucho, pienso. Se me ha dormido un pie y salgo con dificultad por el pasillo. No me apetece seguir aquí, pienso. Pero me apetece otro gin-tonic. Sí, me apetece sentir ese sabor entre amargo y refrescante del líquido cayendo por la garganta, como anestesia del vacío de la noche. Sí, me digo, uno más y me marcho. Mientras me sirven la copa vuelvo a mirar hacia la pista, donde sigue la música ochentera, que parece entusiasmar a la gente. Sí, a mí también, desde la barra muevo discretamente mis caderas al ritmo de lo que se escucha... Parece que todo el local está, por un instante, en sintonía. Buen rollo, sí. Y, de repente, entre la masa de personas que bailan al unísono, surge él de nuevo. El otro chico, como una aparición. No, no es guapo, pero tiene algo... Una mirada profunda, que mantiene sin temor. No sé qué es, pero me gusta. Se mueve bien, con estilo. Transmite cierto equilibrio. Se nota que tiene gusto, que camina sin buscar que lo miren (al contrario que la mayoría en estos sitios) Creo que no se ha dado cuenta que sigo aquí. Se dirige a la puerta. Y sí, al pasar junto a mí me mira. Me mira y me sonríe... Yo le respondo la sonrisa, pero él se aleja de todas formas. Parece que se va. No sé por qué, pero siento el impulso de seguirle... Normalmente no sigo impulsos, prefiero sentir que lo que hago está pensado y decidido racionalmente. Pero algo hay en ese chico que me hace actuar impulsivamente, así que dejo el gin-tonic en la barra y salgo detrás de él, que desciende ya la calle. Corro hasta alcanzarle y le saludo. Él me responde con un breve “hola” al que acompaña de una sonrisa... “¿Te vas ya?” le pregunto. “Sí, estoy ya cansado, tengo sueño” me responde sin dejar de caminar. “He visto cómo me mirabas antes”, le increpo con una mirada entre deseosa e irónica. “Sí”, me responde, “pero ya me di cuenta que no me ibas a dar bola ninguna”. “¿Y qué te hizo pensar eso?” le digo. A lo cual, con una media sonrisa, me lanza una mirada que lo dice todo y que, a la vez, me deja claro que no estoy jugando con ningún principiante. Yo no estoy acostumbrado a que se dirijan a mí (y, sobre todo, con respecto a mí) con tanta seguridad, así que de repente me siento algo desubicado. La verdad es que me apetece que se quede conmigo, llevármelo de allí, quedarnos juntos. Pero no, no parece nada fácil. Sigo insistiendo, sin que parezca que me importa mucho, y al final consigo que me pase su número de móvil. Él, sin embargo, se marcha a su casa a dormir, y parece que no hay más que hacer.
Han pasado unos días y lo he llamado. Se ha mostrado muy amable conmigo. Creo que le ha gustado oírme. Quedamos en vernos, la cosa va a salir bien...
* * *
Desde que nos conocimos aquella madrugada no puedo dejar de pensar en él. Mi vida transcurre con la normalidad de antes, pero debajo del pensamiento cotidiano está él, su mirada, su voz, susurrando sin yo poder impedirlo. Tan sólo dejo pasar esas sensaciones, esos recuerdos, como si no formasen parte de mi vida, mezclándolos con los sueños, con las fantasías, pero sin darle ninguna concesión al hecho de que aquello fue verdad, lo sintió mi piel y lo sintió mi sexo. Es más fácil así. Aquella primera noche no pasó nada, pero después sí que quiso saber de mí. Desde el principio supe que él había descubierto el egoísta que soy, y aún así, no quise ver que entendía perfectamente lo que ello significaba. Por primera vez había roto alguien las reglas de mi juego, y eso me seducía, me excitaba. Así que quería conocerlo. Detrás de ese rostro normal y de esos modos que siempre me parecieron elegantes, comenzó a fascinarme su naturalidad a la hora de mostrarse impertérrito ante mis palabras, que casi siempre intentaban retarlo. Poco a poco tuve que ir abandonando mis armas para dejar que saliera mi verdadero yo, que ansiaba conocerle... Después de un par de noches tomando cervezas y charlando, conseguí llevarlo a casa. Se dejó desnudar lentamente. En sus labios descubrí todo un pozo de placer y sensualidad en el que me hundí con ansia y rapidez. Creo que se entregó con bastante sinceridad. Al menos así lo sentí yo. Y también se dejó acariciar una vez nos corrimos los dos, en un masaje mutuo que nos sumió en un profundo sueño. Mientras llegábamos a él yo rogaba por que no se levantase y decidiese partir. Necesitaba rodear su cuerpo con mis brazos y dejarme llevar... Cuando desperté, sin embargo, ya no estaba allí. Nada, las sábanas vacías y ni una nota, ni un signo, nada... En los días siguientes tampoco contestó al teléfono. Ni a los mensajes que le dejé. Lo último que recuerdo de él es su mano sobre mi cadera, acariciándome suavemente mientras el amanecer se asomaba en la ventana. El sueño borró todo lo que vino después. La ansiedad de los días siguientes se fue necesariamente diluyendo, pues el silencio que siguió fue seco y contundente. No apareció más por aquel bar donde le conocí. Tampoco por aquellos otros a los que fuimos. Comencé a olvidarlo poco a poco. Una pena, me repetía, para una vez que de verdad me gusta alguien. En mi memoria, desde su rincón de amargura, su sonrisa se dibuja de vez en cuando en la noche. E inevitablemente, sigo acudiendo a los gin-tonics para ahogarme en ese sabor refrescante que raspa el paladar y también para tratar de alejar esa sensación, que ciertamente me desestabilizaba.
Esta noche, mientras saboreaba uno, lo he visto de nuevo. Camina con mucha menos seguridad de lo que yo recordaba. Ha entrado en el bar de la mano de otro chico. No, otro chico no. En seguida le reconozco. Es el chico del episodio del baño del mismo día que le conocí. Una mirada que le ha dirigido me ha bastado para saber que están juntos. Que ya lo estaban aquel día. No me han visto. Mientras uno se aleja para saludar a alguien, él se ha quedado apoyado en la pared, inquieto, casi indefenso. Se muerde las uñas con avidez. Mira con intensidad al otro, que al cabo de un par de minutos le hace un gesto. Entonces, mientras se dispone a abandonar el local, su mirada cae accidentalmente sobre mí. Y me reconoce, lo sé. Me mira tan sólo un instante, lo suficiente. Pero yo no puedo sostenerle la mirada, quiero más que nunca ahogarme en el vaso de ginebra, sumirme y nadar en él. Ahora sé que nunca puede ser mío, nunca. Así que me dirijo veloz a la pista, embriagado de alcohol y dolor, dispuesto a encontrar un cuerpo en el que vaciar mi necesidad de piel, mi necesidad de amar y abandonar después, herido como un lobo.
8 comentarios:
lo sé, hades, lo sé... hay muchas cosas de ti en ese relato, y lo sabes. Necesitaba compartirlo.
Sí, es lo que tiene el transporte público, que anda uno arrastrado, como el prota del relato, ¿no?
Visitame en http://www.kasiqueno.com
es un chico malo, ya sabes... y tiene nombre, que al final decidí eliminar y contarlo en primera persona... No hay nombres en esta historia (ni posibilidad de susceptibilidades, ya sabes)
Ahora en serio, no sé a quién te refieres... Lo he hecho sin pensar en nadie... Bueno, sí (algo), en alguien que tú no conoces, ¿o sí?
(una así como la de mujeres, ¿no?)
mmmm, de esos no tenemos... pero aquí hay un economista que ha hecho algunas asignaturas de derecho, que dice que según para qué, se presta...
poverino, qualcosa ce l'avrai, sicuro!
El té con aromas te gusta tanto???
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