15 de marzo de 2006

Servicio discrecional.


El vagón de metro frena lentamente y la ventana, que va dejando pasar el andén con suavidad, se detiene enmarcándote al parar. Justo frente a mí. Las puertas se abren y tú sólo puedes mirarme. Lo haces durante un instante. Ese instante en el que tienes que decidir si vas a apartar la vista y hacer como que no te has dado cuenta de quien soy o afrontar un saludo que se adivina extraño cuando menos, después de más de un año sin saber nada de ti. Optas por sonreír y acercarte. Sigues teniendo esa jodida sonrisa que me desarma, que me vuelve loco, que acompañas además (lo sigues haciendo) de esa mirada certera al fondo de los ojos, que me seduce, que me hipnotiza. Pero no quiero sonreírte, no. La última vez (y las otras también) desapareciste sin dejar rastro alguno y por más que te llamé, que te dejé mensajes, nada, era como si la tierra te hubiese tragado. En nuestros encuentros siempre jugué con desventaja, lo sé. Pero con tal de robarte una de esas sonrisas fui capaz de doblegarme a tus retorcidas "disponibilidades". Trabajo, pareja, más trabajo, citas, amigos, más amigos, zonas oscuras de tu agenda... De repente, una hora libre, un miércoles a las siete y media, comunicada en un escueto sms. Y yo rompía cualquier plan y cruzaba la ciudad para llegar a tu casa y robar esa sonrisa mientras te arrancaba la ropa sobre las sábanas en las que amabas a tu novia y (lo sé) seguro que a más amantes ocasionales como yo. Yo sabía que tras la puerta de entrada, que siempre dejabas abierta al llegar yo para que no se oyera el timbre, y los gin-tonic de los que nunca llegábamos a apurar más de dos sorbos, algo más que una sonrisa conseguía de ti. Un sexo salvaje que te descontrolaba, te deshacía en mis manos, te revolvía en violentos orgasmos en los que te abandonabas al placer sin barreras. Me encantaba mirarte, como poseído, mientras exhalaba de tu boca el éxtasis en sonidos que me gustaba respirar. Algún día incluso fui capaz de terminar la copa mientras charlábamos, después de hacer el amor. Desviabas la conversación como un buen canalla, en un laberinto de palabras que no me dejaban duda de tus únicas intenciones conmigo. Pero esa mirada me atrapaba a cada segundo, y yo no podía culparte de nada. Las citas terminaban con promesas en un corto plazo que siempre se incumplía. Pasados unos meses, de nuevo, un mensaje en el móvil me obligaba a cambiar el rumbo del día y los pensamientos de varias semanas. Hasta que aquella vez, sin que pasara nada diferente a las otras veces, se convirtió en la última. Mi vida también cambió, y el no recibir más mensajes tuyos cayó en el alivio personal más que en el olvido. De vez en cuando mi vista reparaba aún en tu nombre sobre mi agenda, y entonces mis piernas temblaban casi imperceptiblemente, pero en seguida pasaba la página y te olvidaba con la misma rapidez.
–¿Qué tal te va todo? –me preguntas
–Bien, ahora tengo pareja, desde hace tres meses, estoy muy contento– te digo –¿qué tal tú? –
– Pues todo igual, exactamente igual– recalcas.
– ¡Ah!- respondo – pero, ¿estás bien?, ¿estás contento? –
– Sí, como siempre– me dices de nuevo –Me bajo aquí, ¿tú sigues?–
– Pues... – dudo – iba hasta la siguiente, pero puedo bajarme contigo y seguir andando, así hablamos un par de minutos más– Sé que no estoy haciendo bien.
Mientras subimos ambos por las escaleras mecánicas, especialmente lentas, me miras y sonríes – hay que ver qué casualidad, ¡eh! –
– Pues sí, después de tanto tiempo pensé que no querrías saber nada de mí– te digo
–Ya sabes la vida tan complicada que tengo– aclaras.
Hemos salido de la boca del metro y caminamos juntos desde hace un minuto.
–Aquí vivo ahora– dices, y me doy cuenta que ni siquiera recuerdas que en esa casa he estado ya más de una vez. –¿quieres pasar un rato y nos tomamos una copa? – me preguntas mientras me tomas con suavidad del brazo. Yo siento que la respiración se me para. Sé que no debería. Sé que esta vez no va a ser diferente de las otras.Que, además, ahora no lo necesito ya.
– no tengo mucho tiempo, he quedado– te miento.
– Como quieras – me contestas con indiferencia, para seguidamente penetrarme con su sonrisa, con su mirada.
– Bueno, sólo una – cedo.
Abres el portal con suavidad, y me guías con paso firme a través de la oscuridad del pasillo. Casi puedo sentir ya tus dientes clavados en mi carne, tus gritos ahogados en la almohada, y el gusto amargo de la ginebra en tu boca.

6 comentarios:

Vulcano Lover dijo...

Pues la verdad que me parece a mí que estos dos no llegaban nunca al esayuno. Una pena, no?
Lo sdesayunos son algo en realidad demasiado íntimo, sobre todo si son en casa, bajo el sol y con algo que contenga chocolate...

lopezsanchez dijo...

Ay, el metro... ay, los móviles...
¿Qué sería de nuestra vida sin los avances de la técnica? ;-)

Vulcano Lover dijo...

Y que lo digas... Yo, sin ir más lejos tuve una buena historia de móviles y sms's el mismo domingo pasado... De esas que me gustan, con incógnitas, sorpresas positivas y buen final...

lopezsanchez dijo...

¿Sí? Uy, tienes que contármelo con calma porque suena bien. Si es que los sms tienen un poder de seducción...

Vulcano Lover dijo...

qué me vas a decir a mí, que desde que contacto con cierta comunidad cybernauta, el gasto de móvil a través de sms se ha literalmente disparado (dinero felizmente gastado, reconoce este vulcano)... Un día quedamos y te lo cuento... O jugamos a interpretar la escena de nuevo (casi mejor)

lopezsanchez dijo...

Bueno, pero esta vez las pistas las pondrá otro