13 de diciembre de 2006

10 de diciembre

10 de diciembre de 2006. Irene sentada frente a la ventana abierta. Se oye el ruido de la calle, los coches pasar, alguna sirena de vez en cuando. Irene está sola, y permanece en silencio. Su cabeza hierve en pensamientos, que se funden con su rabia, una rabia que lleva poco a poco entrando en su cuerpo desde la mañana. Delante de ella, sobre la mesa, su torta de chocolate favorita, la que le prepara mamá disciplinadamente, deshaciendo con cariño las onzas más delicadas, que expresamente compra cada año en un pequeño establecimiento al otro lado de la ciudad. Hace un rato ha colocado las 36 velas rojas, una a una, también en silencio. Mamá, desde que era una niña, siempre le recordaba la suerte que era cumplir años en Diciembre, justo al inicio del verano, pues los regalos siempre tenían más color, y podían consistir en cosas para usar en la playa, t-shirts alegres, sandalias frescas... Claro, mamá siempre fue una optimista, una verdadera luchadora. Irene no. Tampoco es que sea una derrotista. Quizá algo sensible. Demasiado a veces.

Su nombre lo escogió papá. Irene. Le encantaba ese tono como ruso que tenía, de personaje de Dostoievski o Chejov. Y es que papá adoraba la literatura rusa. Sí, adoraba en realidad todo lo bello. La libertad también era para él algo bello, como el resto de las artes. Pero ella, la libertad aquella, ya no la recuerda. A veces casi la puede revivir, mamá le ha contado tantas veces de aquellos pocos años. Pero no, en el fondo casi no tiene ningún recuerdo. Los recuerdos que conserva son más oscuros. Papá ausente de casa varios días. Sermones para evitar que dijera nada en el colegio. Esas salidas nocturnas de los dos hasta tarde en la noche, y ella quedándose en casa de tía Mariana, que siempre le ponía sopa para cenar. A pesar de no poder estar mucho en casa, papá la adoraba. Comprendió más tarde que ella era para él un símbolo de libertad, porque nació cuando más felices fueron ellos, cuando más felices fueron muchos. Ella, sin embargo, no recuerda esa libertad. Ella sólo recuerda sombras y miedos. Recuerda un miedo feroz, que la hacía esconderse con frecuencia bajo la cama y permanecer allí durante horas. Recuerda sólo aquellas velas caídas y aplastadas, consumiéndose por el suelo, la torta hecha pedazos. Aquellos hombres grises entrando en casa aquel 10 de Diciembre, mientras todos le cantaban. Recuerda sólo los gritos de mamá, clavándose en sus oídos. Su llanto, desconsolado, el suyo propio, confundido entre el pánico y la incomprensión.

Fuera se oyen cada vez más sirenas. De vez en cuando, un ruido seco, como un petardo, se escucha entre el gentío de la avenida, dos cuadras más abajo. Hace ya tres horas que dieron el parte por la televisión, y la gente ha corrido a celebrar a las calles de Santiago. Mamá también. Irene ha discutido con ella. No entiende que ella es una luchadora, una optimista por naturaleza. Y permanece callada frente a la torta intacta. No, no entiende. Mamá también desapareció. De repente, un día. Estuvo toda una semana fuera. Irene volvió a pasar mucho miedo de nuevo. En casa de tía Mariana, mientras ella se lamentaba, Irene se hacía la fuerte, pero lloraba desconsolada encerrada en el closet. Mamá sí volvió. Dijo que no había pasado nada, que sólo había estado retenida de manera preventiva. Hasta que un día descubrió aquella cicatriz. Íntima y discreta, pero visible, rompiendo horriblemente su pubis. Mamá se tapó en seguida. No quiso contestar.
El silencio fue haciendose habitante inevitable de la casa. Necesitaban del silencio para no llorar, para no gritar de dolor, de rabia, de vergüenza. Vergüenza de callar delante de todos, vergüenza de mentir y de ocultar, y de huir y de acallar. Vergüenza y miedo. Miedo a las represalias, a las amenazas.
Viven con esa condena desde siempre, y la democracia sólo les ha devuelto la calma a medias. Porque cada vez que cierran la puerta de casa, los fantasmas, esos mismos fantasmas de siempre, siguen ahí, sentados entre ellas. Ni la vida rota de su madre se alivió, ni su cicatriz desapareció, tampoco la ausencia de papá cambió. Ni su propia vida extraña, ermitaña, llena de soledad, acompañando siempre a su madre. No, tampoco ha cambiado mucho. Ni su empleo de mierda en la biblioteca de la universidad, ni los turnos inhumanos de un trabajo que pudo ser mejor. Nada de eso cambió. Y sabe que nada de eso va a cambiar tampoco ahora. Por eso no quiso salir a celebrar con mamá. Por eso mismo, este mediodía, han discutido.

Mamá salió dando un portazo, furiosa de la actitud, de la incomprensión de Irene, pero sus ojos derramaban abundantes lágrimas al bajar por la escalera. Mamá sigue siendo, a pesar de todo, una soñadora. Irene no. Para Irene, el diez de diciembre también es el aniversario de los años que papá lleva ausente. Desaparecido, le llaman. Sabe que no volverá, como no volverá la dignidad ni se esfumará el miedo, ese miedo que aún la consume muchas noches en atroces pesadillas. Nadie, ni la jodida muerte del cabrón ese, podrá traerlo de nuevo, ni sus sueños rotos, ni sus anhelos, ni su amor podrán volver. Por eso, por todo eso, no ha querido salir.

Ahora siente rabia de haber discutido con mamá, y arranca las velas de un manotazo sobre la torta. El gentío grita cada vez más fuerte en la avenida, parece que también cantan. Los petardos aumentan su frecuencia. Se prometió a sí misma que no lo haría, pero Irene no ha podido evitar comenzar a llorar. Y lo hace lenta, amarga, desconsoladamente. Son las ocho en punto de la tarde. Cierra la ventana para no escuchar más el ruido y, al levantarse, pisa una de las velas rojas caídas al suelo. Exactamente igual que la bota de aquel policía, hace ahora justo 30 años. La imagen, recién descubierta, le taladra la mente, la ensordece. Irene respira hondo, aún tiene el cierre de la ventana en la mano. Tras unos minutos de interminable silencio, se decide a romper su parálisis. Se acerca lentamente a la la puerta y repentinamente corre, corre escaleras abajo, veloz, de alguna forma liberada. Aún con las sandalias de estar por casa en los pies, el sol cegador de diciembre la deslumbra, por primera vez, en un día de su cumpleaños.


Dedicado a todas las Irenes de Chile. A todas las Irenes del mundo. A los olvidados y a los desconsolados. Por los sueños de libertad... por la LIBERTAD.

10 comentarios:

Javier dijo...

Demasiados sueños rotos, demasiadas vidas destruidas, demasiados silencios y leyes de punto final, demasiada ignominia, tanto dolor, tanta destrucción y tanta connivencia de gobiernos autoproclamados democráticos y defensores de la libertad que han consentido, apoyado y sostenido a criminales psicópatas en el poder.
¡Cuanto dolor!, demasiado dolor para poder ser descrito, es un dolor del cual jamás podermos liberarnos, tan sólo mitigarlo y dejarlo medianamente adormecido, porque la vida continua y debemos seguir, seguir sin saber muy bien cual es el sentido de una vida destruida.

lopezsanchez dijo...

Un hijoputa menos en el mundo. ¡¡Quedan tantos!! :-(

Anónimo dijo...

Por los sueños de libertad... por la LIBERTAD.

APLAUDo!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Anónimo dijo...

El asesino debió haber pagado con su propio sufrimiento el inflingido.
Como deberían pagar todos los que le lloran para que sepan lo que es el auténtico dolor.

Silencio y recuerdo por los que lo han sufrido.
Saludos.

Mugalari dijo...

Rabia, indignación, dolor... tantos años de impunidad para terminar así... de todos modos, no olvidemos que la historia no ha terminado. Junto al tirano había mucho almirante ejerciendo la represión que tendrá que responder por sus actos.

Martini dijo...

Bien podía haber sido este tu "cuento de navidad" ¿eh?

Ah sido muy bonito

¡¡¡Viva la LIBERTAD!!!

un-angel dijo...

...yo me limitaré a suscribir el comentario del "inquilino"...
Un abrazo y gracias por tus palabras.

senses and nonsenses dijo...

desgarrador, un relato precioso, profundo y el más bello homenaje al pueblo chileno en estos días que viven.
yo tampoco pienso citarlo, ni para insultarlo.
un abrazo.

luigi dijo...

Canta Mana:
Que alguien me diga si han visto a mi esposo
preguntaba la Doña
Se llama Ernesto X, tiene cuarenta años
trabaja de celador, en un negocio de carros
llevaba camisa oscura y pantalón claro
Salió anoche y no ha regresado
y no sé ya qué pensar
Pues esto, antes no me había pasado
ooo...
Llevo tres días
buscando a mi hermana
se llama Altagracia
igual que la abuela
salió del trabajo pa´ la escuela
llevaba unos Jeans y una camisa clara
no ha sido el novio, el tipo está en su casa
no saben de ella en la PSN ni en el hospital
ooo....
Que alguien me diga si han visto a mi hijo
es estudiante de pre-medicina
se llama Agustín y es un buen muchacho
a veces es terco cuando opina
lo han detenido, no sé qué fuerza
pantalón claro, camisa a rayas
pasó anteayer
A dónde van los desaparecidos
busca en el agua y en los matorrales
y por qué es que se desaparecen
por qué no todos somos iguales
y cuándo vuelve el desaparacido
cada ves que lo trae el pensamiento
cómo se le habla al desaparecido
con la emoción apretando por dentro
oh.......
Clara, Clara, Clara Quiñones se llama mi madre
ella es, ella es un alma de Dios
no se mete con nadie
Y se la han llevado de testigo
por un asunto que es nada más conmigo
y fue a entregarme hoy por la tarde
y ahora dicen que no saben quién se la llevó
del cuartel
Anoche escuché varias explociones
patún pata patún pete
tiro de escopeta y de revolver
carros acelerados frenos gritos
eco de botas en la calle
toque de puertas por dioses platos rotos
estaban dando la telenovela
por eso nadie miró pa’fuera
A dónde van los desaparecidos
busca en agua y en los matorrales
y por qué es que se desaparecen
por qué no todos somos iguales
y cuándo vuelve el desaparacido
cada ves que lo trae el pensamiento
cómo se le habla al desaparecido
con la emoción apretando por dentro

Amilamia dijo...

Muy bonito el relato. Ya ves, al final murió tan tranquilamente, impune,
parece que la maldad engorda, alimenta, sana; y los que se quedan saben que
"allá" no tendrá castigo porque "allá" no existe.