Comenzaste deteniéndote unos minutos en aquella estación. Unas palabras, un gesto, una sonrisa con la que me querías decir, aunque yo aún no lo sospechase, que aquella detención no era algo casual y sí algo buscado, esperado con mimo durante el día. Después comenzamos a vernos fuera, en cafeterías, en paseos nocturnos, en bares oscuros. Eran, aparentemente, días como otros cualquiera. Salíamos de casa como cuando salimos a una cena con compañeros de trabajo, o con los excompañeros de facultad a tomar un vino. Quizá, un toque presumido en el vestuario debería haber hecho delatar más de alguna de aquellas salidas, pero no lo hizo. Aquello duró sólo unos meses. Hasta que comenzó a hacerse difícil mantener un equilibrio entre vida disciplinada y de buenas costumbres y caídas cada vez más frecuentes en tus brazos. Yo, la verdad, nunca había desaparecido así tantas tardes, tantas noches de casa sin decir dónde iba, sin dar ningún rastro de mi paradero. Pero esconderme contigo en los huecos de la tarde, en la extensión de la noche, era olvidarme del mundo. Era sentir placeres dormidos durante años, dormidos quizá desde siempre. Caer en empinadas pendientes de intensidad, de mundos que se abrían detrás de cada palabra que pronunciabas o que pronunciaba. La vida era otra cosa en aquellas tardes. Nada nos preocupaba, nada nos importaba, importándonos todo tanto. Porque desde aquellos estrechos abrazos, desde aquellos oscuros besos, brotaba un mundo perfecto, y al mismo tiempo, se deshacía entre nuestros labios esa visión compartida de la existencia que fundía nuestra mirada entre nosotros y la hacía soñar hacia el exterior.
“Hoy no puedo salir”. Fue la primera frase que quebró aquel dulce pasar de las tardes. Y es que en cada ocasión, el precio a pagar por olvidarnos del mundo era más alto. Así que, antes de que todo se desmoronara, decidimos parar. A veces con los sentimientos puede ocurrir lo que con el cuerpo. Que se modelan, que se entrenan, que se transforman. La Humanidad lleva milenios pensando que el cuerpo muere, pero que hay algo en nosotros que perdura de alguna forma, algo que no tiene que ver con la naturaleza, que no está sujeto a sus leyes de espacio y de tiempo, de perdurabilidad. Pero los sentimientos son más fáciles de domar de lo que pensamos. Su maleabilidad es menos evidente, porque el alma no es física, no es visual. El alma, en el fondo, no es más que un conjunto de reacciones químicas que se producen en el cerebro. Transmisiones neuronales que nos provocan lo que tenemos que sentir. Por eso, el día que me dijiste, que yo me dije, que debía salir de tu vida, me propuse un ejercicio de disciplina del alma. Una férrea disciplina para olvidar. Olvidar, me dije, es el mejor remedio para sanar. Sí, sanar. Porque cuando uno tiene que salir de esas playas del cielo, siente el dolor intenso de la vuelta a la mediocridad, a la nadería, a la monótona existencia de una vida que se construye día a día, llena de proyectos, llena de personas amadas: llena en fin, pero llena sobre la tierra inútil de la brevedad. Pensé que no volvía a la nada, que en mi vida había todo cuanto cualquier hombre del mundo puede desear. Pero soñar la eternidad tiene una condena difícil. Y tuve que cerrar puertas, ocultar recuerdos, esconder canciones, evitar imágenes. Y así, poco a poco, me fui acomodando a esa suave monotonía de la realidad, ejerciendo el olvido. Aplacando mi amargura poco a poco, retomando ilusiones asequibles, antiguos sueños de vida, sumergiéndome de nuevo en mi océano, en mis horizontes creados con tanto mimo, con tanto cariño. Y cuando pensaba en él, notaba algo que se había quebrado, una escalera truncada, una vida disuelta en el aire. Y siempre ante este pensamiento las olas de la duda me azotaban, me zarandeaban con una fuerza que me abría puertas y ventanas a la desazón. La lucha entre el olvido y la duda se libraba siempre. Y siempre, cada vez más, ganaba el olvido. Así que poco a poco, la duda ha ido perdiéndose, haciéndose más pequeña, haciendo evidente la flexibilidad de los sentimientos, el poder de la disciplina. Hoy en día la batalla está finalmente vencida... o eso creo. Sí, eso creo.
“Hoy no puedo salir”. Fue la primera frase que quebró aquel dulce pasar de las tardes. Y es que en cada ocasión, el precio a pagar por olvidarnos del mundo era más alto. Así que, antes de que todo se desmoronara, decidimos parar. A veces con los sentimientos puede ocurrir lo que con el cuerpo. Que se modelan, que se entrenan, que se transforman. La Humanidad lleva milenios pensando que el cuerpo muere, pero que hay algo en nosotros que perdura de alguna forma, algo que no tiene que ver con la naturaleza, que no está sujeto a sus leyes de espacio y de tiempo, de perdurabilidad. Pero los sentimientos son más fáciles de domar de lo que pensamos. Su maleabilidad es menos evidente, porque el alma no es física, no es visual. El alma, en el fondo, no es más que un conjunto de reacciones químicas que se producen en el cerebro. Transmisiones neuronales que nos provocan lo que tenemos que sentir. Por eso, el día que me dijiste, que yo me dije, que debía salir de tu vida, me propuse un ejercicio de disciplina del alma. Una férrea disciplina para olvidar. Olvidar, me dije, es el mejor remedio para sanar. Sí, sanar. Porque cuando uno tiene que salir de esas playas del cielo, siente el dolor intenso de la vuelta a la mediocridad, a la nadería, a la monótona existencia de una vida que se construye día a día, llena de proyectos, llena de personas amadas: llena en fin, pero llena sobre la tierra inútil de la brevedad. Pensé que no volvía a la nada, que en mi vida había todo cuanto cualquier hombre del mundo puede desear. Pero soñar la eternidad tiene una condena difícil. Y tuve que cerrar puertas, ocultar recuerdos, esconder canciones, evitar imágenes. Y así, poco a poco, me fui acomodando a esa suave monotonía de la realidad, ejerciendo el olvido. Aplacando mi amargura poco a poco, retomando ilusiones asequibles, antiguos sueños de vida, sumergiéndome de nuevo en mi océano, en mis horizontes creados con tanto mimo, con tanto cariño. Y cuando pensaba en él, notaba algo que se había quebrado, una escalera truncada, una vida disuelta en el aire. Y siempre ante este pensamiento las olas de la duda me azotaban, me zarandeaban con una fuerza que me abría puertas y ventanas a la desazón. La lucha entre el olvido y la duda se libraba siempre. Y siempre, cada vez más, ganaba el olvido. Así que poco a poco, la duda ha ido perdiéndose, haciéndose más pequeña, haciendo evidente la flexibilidad de los sentimientos, el poder de la disciplina. Hoy en día la batalla está finalmente vencida... o eso creo. Sí, eso creo.
Aquí, como un pequeño secreto, tengo que confesar que a veces, escuchando aquella canción, no puedo evitar volver y volver a repetirla una y otra vez... Entonces, le mando un sms, sólo uno. Y sé que en media hora, 45 minutos como máximo, nos encontramos en el café de siempre. De todas formas, esos sms sólo los veo yo, y también he ganado la batalla en esa otra disciplina de hacer como si no existieran. Descubrir que la escalera a las playas del cielo no estaba rota fue todo un alivio. En el fondo, los cuartos traseros siempre esconden sorpresas. Y el mío, no iba a ser menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario