Hay pocas cosas en la vida que nos hagan perder esa conexión permanente con la parte física de nuestras existencias. Entre ellas, para mí, junto al amor verdadero, la música. Así que cuando se juntan amor y música, me despego del suelo y casi me transfiguro en una especie de nebulosa que se expande y se difumina, pero sobre todo, se olvida de los sentidos, volcado en ese karma de las miradas de la persona amada. Bueno, al menos hasta ayer. Ayer la música fue pura física, pura existencia delimitada por elementos tangibles. Para empezar, desconocía la existencia de esos garitos de música para hispanos que nacen en sitios aparentemente incomprensibles. Con paredes toscas pintadas de colores con brochas baratas, suelen cerrar su paso a la calle a través de una puerta nada elegante, de metal oxidado y cerrojo de pestillo. No sé cómo llegué allí, supongo que Wilson-José, después de la copiosa cena de grupo y las cañas que llevábamos encima nos convenció finalmente para acercarnos a una de esas salas de música brasileira a la que acude los sábados con sus amigos de pandilla. Así que allí nos tienes, a los cinco, sin haber pasado por casa, con las corbatas desanudadas pero aún al cuello, y más cervezas encima que uno de esos hooligans que salen en los telediarios revolcados por el suelo en Mallorca. Tras el minuto inicial de miradas de extrañeza lloviendo sobre nosotros (allí éramos nosotros los extranjeros) las cosa se calmó y comenzamos a sentirnos a nuestro aire, sobre coto después de que Wilson trajera caipirinha para todos. Desconozco si la cachaça tiene algún efecto alucinógeno, o tan sólo levemente secundario. Lo cierto es que tras haber ingerido cuatro, aquel sonido de lambada lastimosa que sonaba desde que habíamos llegado, comenzó a cosquillearme en las piernas. Y decidí salir a la pista, harto también de las conversaciones repetitivas de mis compañeros de curro. Y fue salir, y cambiar la música... La lambada lenta se transformó en samba frenética. Una samba que nacía de un grave de percusión que retumbaba en toda la sala, que me hacía temblar por dentro, sintiendo el ritmo en la piel. Y entonces, de entre una de las esquinas en oscuridad de la pista, surgiste tú, rotundamente sensual, absolutamente enfundado en la música, moviéndote casi como una máquina humana, clavando tu mirada en mis ojos justo en el instante de mayor intensidad rítmica. Siempre he sido algo patoso para el baile, sobre todo para los bailes que exigen demasiada coordinación de movimientos y amplio uso del cuerpo, como es el caso. Pero, por alguna extraña razón, la cachaça me inyectó ese dulce veneno del ritmo y comencé a saltar sobre la pista para convertirme en una simetría casi aérea de ti, para trazar con mi cuerpo piruetas que jamás habría imaginado. En un lazo visual contigo del que sólo tú y yo éramos conscientes. Fueron varias horas exhaustas de samba y tambores huecos acariciándome la piel del estómago mientras tus pupilas me arañaban los párpados. Y te fuiste, de repente. Puse una excusa rápida para salir detrás de ti, y con una pequeña carrera te alcancé en la esquina. Agarré tu brazo, húmedo de sudor, y te volviste con los ojos deslizando sus cuchillas sobre los míos. No pronunciaste palabra, tan sólo un gesto leve con la cabeza. Debía seguirte. Y llegamos a ese piso destartalado donde la oscuridad me hizo tropezar, entre las respiraciones de las varias (calculo) personas que debían estar durmiendo allí. Me empujaste a la cocina, donde el olor de banana frita cocinada con seguridad horas antes, se pegaba a las baldosas y a los olfatos. Te quitaste la camiseta con un gesto brusco que dejó a la vista, iluminada por la suave claridad de las farolas de la autopista del exterior, tu torso limpio de vello y brillante de sudor. Mi camisa la sentí arrancada literalmente mientras me empujabas contra los fogones y deslizabas tu mano grande y cálida por mi pecho, arrastrándola hasta mi pubis, que temblaba entre tu mano y la presión de los mandos de la cocina. Sobre mis nalgas, de repente, la sensación de un descomunal tamaño y una dureza férrea que se extendía por mi trasero. Me arrodillé para bajarte los pantalones y sacar tu sexo abundante y alargado, curvilíneo, inclinado por la gravedad de su peso. Inmenso entre mis manos, lo saboreé con ansia, con un ansia que se acrecentaba al olor de los alimentos que atesoraba la cocina, de las especias que se esparcían por la habitación y que, al magnetismo del sexo concupiscente, desgranaban con indecencia sus olores. Súbitamente te diste la vuelta y te agachaste, dejando al alcance de mis dedos la carne turgente y redondeada de tus nalgas. Y yo las palpé con deseo, sintiendo aún el sonido atronador de la percusión de una samba que de nuevo hacía mover mis miembros, deslizar mi sexo fuera del boxer para recorrer la línea de tu espalda y hundirse lentamente en tu blandura, lentamente, como los tambores que salían de mi estómago, que hacían temblar los cajones de la despensa, que nos lanzaban a sambear de nuevo, yo detrás tuyo, internándome en ti, recorriéndote por dentro y por fuera, sudando de nuevo, abrasado por el calor que desprendía tu cuello que mordía y saboreaba mientras me perdía en ti, intoxicado por el olor de especias extrañas que se volatilizaban en nubes esparcidas entre nuestros alientos, que me picaban en la boca, que se posaban en la lengua que recorría tu cuello, que masticaba tus cabellos, que se bañaba en tus labios con sabor a canela picante. El temblor de la piel se extendía y, de rodillas, nos dejamos caer al suelo, nos revolcamos por un terrazo lleno de manchas de aceites exóticos que se pegaban a la piel y que saboreamos con ansia, con salvaje frenetismo. Mis manos que se apoyaban en el suelo y con las palmas levantaron los dos cuerpos que aún giraban, que aún se balanceaban con los timbales clavándoseles en el sexo, en un sexo que llegó, en el rápido compás de la penetración, a un orgasmo al unísono que desgarró las bocas y la piel, que detuvo el placer en el aire, que nos dejó secos y vacíos, sin música ya, exhaustos, en el suelo...
Tras recoger rápidamente la ropa, me dirigí a la puerta y salí, despedido por una mirada anodina que ni siquiera me dio las buenas noches. De vuelta a casa, con ese dulzor sedante del los músculos cansados de sexo, en mis oídos sonaba una samba melancólica, dulce y noctámbula... Sin apenas percusión, con el cepillo sutil sobre la piel de la batería... me dormí con esa nana tropical, que me envolvía, que me marcaba el destino. Mañana, sin duda pensé, quemaré todos los libros de poesía, toda la música clásica... Estoy harto de la química, de lo etéreo, de lo místico. Yo lo que quiero es samba... samba pa gosá...
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