El sonido del telefonillo me sorprendió en una leve somnolencia, una somnolencia causada por la hora intempestiva de la noche. La fatiga acumulada y las horas de insomnio de la semana traicionaban mi carne y mis párpados. En los altavoces, sonaba el quinteto de cuerdas Schubert, ése en el que probó suerte con la combinación inusual de dos violonchelos, desequilibrando el conjunto hacia al zona grave del registro sonoro. Ése que en el centro de esa placidez (en el fondo, llena de tensión) hace irrumpir con fuerza estrepitosa un canto desgarrador de asfixia, intenso e hiriente, profundo como sólo Schubert podía escribir. Abrí el portal, y de paso la puerta de casa. Me retiré en un ángulo del salón mientras los violonchelos rompían el aire con furia, en ese espejo de infiernos vitales que trazan sus arcos en el centro del adagio. Cuando el grito se hacía más y más desesperado apareciste, surgiendo de la esquina del pasillo, oscuro, detenido al cruzar tu mirada con la mía. Detenidos los dos un instante, conteniendo el temblor de manos y labios, degustando ya con ansiedad contenida el placer de la carne que desprendía la electricidad de nuestra escasa distancia. Avanzaste con lentitud, casi deslizándote entre los chelos, para llegar a mis caderas, para rodearme en tus brazos, para invadir mi cuello con tus labios, para respirar entre mis cabellos, intensamente, dejándote llenar hasta el fondo de mí en tu pecho. Un pecho que, en nuestra sed, presionaba fuertemente el mío. Cuatro labios que se hicieron uno en un instante. Lenguas que se extendieron por bocas inhóspitas, conocidas y llenas de secretos a un tiempo. Deslizarme en tu camisa de lycra fue como abandonarse a un tobogán infantil, que te descarga esa pequeña dosis de adrenalina brotando en realidad de ese pozo de felicidad que es el mismo juego. Desabotonarte, y ya nadabas en el sofá. Schubert volvía a la calma, y el recorrido de caricias se hizo nave que surcaba mares de piel. Después, la danza de un vuelo raso hasta la cama, revueltas las ropas en el suelo, revueltos los miembros sobre las sábanas. Schubert fue haciéndose silencioso, y el salvaje juego, las caricias de ternura, el aliento cruzado de nuestras bocas, nos envolvían en un tórrido enlace animal, en una maraña de sensaciones que retorcían la capacidad humana de percepción. Ahora no recuerdo las horas que duró aquello. No recuerdo los detalles. Recuerdo sólo tu mirada clavada sobre mí, penetrada de deseo, tus manos abarcándome, mis piernas disfrazadas de las tuyas, las tuyas atenazándome, fundiéndose en mi boca y en mi sexo. Recuerdo las caricias leves, el tímido sueño sobre tu piel, las respiraciones sobre un Schubert que se extinguía. Y recuerdo, entre sueños azules, tu discreto deslizarte dentro de tu ropa, y salir dejando a tu paso un silencio mortal sobre el que el sueño posterior enterraría esa incertidumbre de la inverosimilitud. Esta mañana al despertar, el cd de Schubert sigue sonando, muy bajito, ha estado dando vueltas toda la noche. No queda nada de ti. Schubert encuentra su lado dulce para despertarme. Y me surge con intensidad la duda de si es cierto lo que ha pasado, si no habrá sido un sueño. Tus ojos fueron reales, clavándose en los míos. Tus manos fueron reales, deshaciéndose en mí. El recuerdo me excita, me turba profundamente, me lleva a un orgasmo involuntario sobre las sábanas vacías. Me acerco a ellas y respiro. Y surges tú, con la misma vehemencia que el Schubert que de nuevo despierta, que de nuevo me recuerda que la vida irrumpe así, rasgando, sin avisar.
3 de abril de 2006
Noche rasgada.
El sonido del telefonillo me sorprendió en una leve somnolencia, una somnolencia causada por la hora intempestiva de la noche. La fatiga acumulada y las horas de insomnio de la semana traicionaban mi carne y mis párpados. En los altavoces, sonaba el quinteto de cuerdas Schubert, ése en el que probó suerte con la combinación inusual de dos violonchelos, desequilibrando el conjunto hacia al zona grave del registro sonoro. Ése que en el centro de esa placidez (en el fondo, llena de tensión) hace irrumpir con fuerza estrepitosa un canto desgarrador de asfixia, intenso e hiriente, profundo como sólo Schubert podía escribir. Abrí el portal, y de paso la puerta de casa. Me retiré en un ángulo del salón mientras los violonchelos rompían el aire con furia, en ese espejo de infiernos vitales que trazan sus arcos en el centro del adagio. Cuando el grito se hacía más y más desesperado apareciste, surgiendo de la esquina del pasillo, oscuro, detenido al cruzar tu mirada con la mía. Detenidos los dos un instante, conteniendo el temblor de manos y labios, degustando ya con ansiedad contenida el placer de la carne que desprendía la electricidad de nuestra escasa distancia. Avanzaste con lentitud, casi deslizándote entre los chelos, para llegar a mis caderas, para rodearme en tus brazos, para invadir mi cuello con tus labios, para respirar entre mis cabellos, intensamente, dejándote llenar hasta el fondo de mí en tu pecho. Un pecho que, en nuestra sed, presionaba fuertemente el mío. Cuatro labios que se hicieron uno en un instante. Lenguas que se extendieron por bocas inhóspitas, conocidas y llenas de secretos a un tiempo. Deslizarme en tu camisa de lycra fue como abandonarse a un tobogán infantil, que te descarga esa pequeña dosis de adrenalina brotando en realidad de ese pozo de felicidad que es el mismo juego. Desabotonarte, y ya nadabas en el sofá. Schubert volvía a la calma, y el recorrido de caricias se hizo nave que surcaba mares de piel. Después, la danza de un vuelo raso hasta la cama, revueltas las ropas en el suelo, revueltos los miembros sobre las sábanas. Schubert fue haciéndose silencioso, y el salvaje juego, las caricias de ternura, el aliento cruzado de nuestras bocas, nos envolvían en un tórrido enlace animal, en una maraña de sensaciones que retorcían la capacidad humana de percepción. Ahora no recuerdo las horas que duró aquello. No recuerdo los detalles. Recuerdo sólo tu mirada clavada sobre mí, penetrada de deseo, tus manos abarcándome, mis piernas disfrazadas de las tuyas, las tuyas atenazándome, fundiéndose en mi boca y en mi sexo. Recuerdo las caricias leves, el tímido sueño sobre tu piel, las respiraciones sobre un Schubert que se extinguía. Y recuerdo, entre sueños azules, tu discreto deslizarte dentro de tu ropa, y salir dejando a tu paso un silencio mortal sobre el que el sueño posterior enterraría esa incertidumbre de la inverosimilitud. Esta mañana al despertar, el cd de Schubert sigue sonando, muy bajito, ha estado dando vueltas toda la noche. No queda nada de ti. Schubert encuentra su lado dulce para despertarme. Y me surge con intensidad la duda de si es cierto lo que ha pasado, si no habrá sido un sueño. Tus ojos fueron reales, clavándose en los míos. Tus manos fueron reales, deshaciéndose en mí. El recuerdo me excita, me turba profundamente, me lleva a un orgasmo involuntario sobre las sábanas vacías. Me acerco a ellas y respiro. Y surges tú, con la misma vehemencia que el Schubert que de nuevo despierta, que de nuevo me recuerda que la vida irrumpe así, rasgando, sin avisar.
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7 comentarios:
Tengo miedo de las noches
que pobladas de recuerdos
encadenan mi soñar...
Lo terrible/liberador de estas noches irreales es que, a veces, se imponen como lo más real de la existencia.
Terrible y liberador... No en vano la catarsis es la esencia de la tragedia... Los griegos sabían bien lo que hacían...
Lo cierto es que lo irreal a veces fuerza a la lucidez, pero la lucidez minuciosa y sentida nos puede dejar en el más absoluto desamparo, porque la vida al final no es nada, es ese sueño fugaz en el que por mucho que intentemos contruir, por mucho que intentemos finjir que existe lo inmutable, el precipicio de la nada está siempre en el reverso de cada instante, y los que nos arriesgamos lo sentimos a cada paso, bajo los pies.
Sueño fugaz de soledad infinita. Sueño en el que nos amarramos, nos aferramos, nos atamos, nos anudamos... pero donde el yo permanece siempre solo, en silencio y desde dentro. Un yo que no puede ser plural aunque lo quiera, porque la fusión no existe, ni siquiera el sexo la permite. El sexo la simula. La convierte en éxtasis. Y cuando acaba, cuando la piel se elide, vuelve el yo a saberse uno, a respirar a solas, a sentir la tierra batida, el precipicio, la noche y la oscuridad no pretendida.
Sí, es terrible pero es así. Vivimos intentando imaginar que no es así, pero la irracionalidad de la existencia no es una vivencia en fusión. Es una cruda realidad en la que el inesperado golpe final, nos arroja a la misa soledad de la que procedemos y en la que constantemente, en el fondo, vivimos. Por eso, el sueño, la ilusión, son necesarios, únicas fuentes de liberación. Y el sexo, en su esencia de intentar ser uno, de mirar y respirar desde el otro, con el otro, es el ejercicio de mayor lucidez que existe. Un camino de horizonte incierto, una evasión del lado mediocre de la existencia. Un camino de libertad que es justo y democrático, al que tienen acceso todos.Es una pena que muchos no lo vean
En el sexo no hay reglas. En el amor, tampoco. Son batallas perdidas y ganadas de antemano. Cuando son de verdad, siempre en fuera de juego.
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