7 de junio de 2006

Balanceos

Hace tiempo que cuando me cruzo contigo sólo te estrecho la mano. Y ello a pesar de que el primero que se decidió a despedirse con un beso fui yo, ¿no recuerdas? Pero de eso hace ya mucho tiempo. Eso fue cuando aún me interesabas un poco... Un intento sutil de acercamiento que sé que tú deseabas, y que de alguna forma yo también. Fueron meses de miradas en la oficina, de miradas que me perforaban cada vez que me acercaba a recoger una copia de la impresora. Reconozco que en aquella época imprimí muchos documentos inútiles sólo por el placer de encontrar esos ojos que me seguían y a los que yo respondía con timidez, pero con absoluta claridad, pensando quizá en el derroche energético al que sometía al pobre planeta, pero sabiendo que el planeta me perdonaría, porque miradas así no se las dedican a uno en cualquier sitio. Y francamente, no había otra excusa para acercarme a aquel rincón. Al no tener tu departamento nada que ver con el mío, estuvimos meses sin ser presentados. Así, hasta que nos encontramos en aquel baño, de repente. Ambos en situaciones un poco embarazosas para dos compañeros de trabajo que ni siquiera han hablado nunca. En fin, que la cosa terminó desahogándonos ambos en tu coche, aparcados en uno de esos descampados oscuros que pueblan los nuevos barrios en construcción. Tu cuerpo me volvió loco, te moviste con absoluta maestría entre mis muslos y los reposacabezas del asiento, y llegamos a un orgasmo compartido mientras sentíamos en la frente la lluvia de gotas de vapor condensado resbalar copiosas por la ventanilla trasera, sobre la que respirábamos. Después, nos quedamos hablando. Ahí me enteré de que estabas casado, que tu mujer sabía, que lo mantenías en la más absoluta discreción... También me confesaste, con esa sonrisa malévola que desconcierta en medio de tu seriedad, que llevabas meses mirándome e intentando que te dirigiera la palabra... Yo, habitualmente expresivo y naturalmente extrovertido, te contesté, sin embargo, que no me había dado cuenta. Noté tu insistencia en volver a verme, y yo te dije que ya veríamos. Te pregunté con cierto ánimo de deducción, si podríamos hablar en la oficina como si nos conociéramos. Me dijiste que sí. Confieso que aquello me tranquilizó. Desde entonces imprimo menos cosas, pero cada vez que me paso por allí, me quedo charlando un rato, como si de cualquier colega se tratara. Sé que en tu mirada a veces se esconde un deseo que espera ir más allá de contarnos nuestras rutinas, pero tú nunca traspasarías la línea de la profesionalidad en tu propio entorno de trabajo. Así que un día te propuse quedar para comer. Por supuesto aceptaste. El sitio lo fijé yo. En Chueca, claro, y es que en el fondo, soy un provocador.

Después de varios meses ya sabía lo suficiente de tu vida como para saber que íbamos a tener temas de conversación. Pero temía que ese morbo que había en el trabajo, esa segunda lectura de nuestras miradas, bajo la anodina conversación que aparentemente solíamos mantener, se acabase. Lo cierto es que mis miedos se cumplieron. Llegamos al restaurante y tú te movías como en tu casa. Incluso conocías a los camareros. Me sorprendió saberte conocido en aquel entorno, lo admito. Aquello recuperaba su intriga. Pero una vez sentados a la mesa, por primera vez enfrentados a una conversación de más de 10 minutos, sentí con nitidez que tu vida no me interesaba nada. Que, incluso, me parecías aburrido. Que casi hubiese preferido que hubieran venido otros compañeros de la oficina y así, al menos, haber hablado de los problemas laborales con cierto humor. Reconozco que me inventé la excusa con la que decliné tomar un café tras el almuerzo. Necesitaba dejarte, y no sabía cómo hacer. De todas formas, consideré que despedirte con un par de besos era lo mínimo que podía hacer. A pesar de todo, aún en dos ocasiones más me insististe en quedar a comer. Y terminaste convenciéndome... En el fondo soy fácil para ciertas cosas, y reconozco que recordar aquella sesión en el coche me animaba a provocar que pudiera repetirse tras una de esas comidas. Pero no, el aburrimiento me terminaba haciendo desistir y la elaboración de excusas selladas con un beso de despedida se convirtieron siempre en mi fórmula de huida.
Desde que me trasladaron de oficina sólo te he encontrado un par de veces por la calle o en el metro. Siempre te estrecho la mano e intercambiamos algunas frases sobre el trabajo, tu nueva casa o tu recién estrenada paternidad. Hasta esta tarde en que hemos coincidido en el mismo vagón de metro. Tras saludarnos, he notado cierto brillo en tus palabras. Me has hecho casi dudar de mi percepción de aburrimiento que tenía de ti. Reconozco que he sentido deseos de seducirte, y que mi libido anda estos días bastante alterada. Y así, mis balanceos agarrado a la barra de sujeción, acercándome a mientras te hago ciertas preguntas con un descarado tono concupiscente, no han sido realmente fruto del capricho. Sé que tu ojos me miraban con cierto deseo, y que incluso con la mano has hecho un débil intento de llegar a mi espalda, quizá a mi cuello. Pero no, con el mismo balanceo que casi llegué a tu nuca, me he distanciado. Tu sonrisa, pienso, sigue teniendo algo de oscuro, algo de salvaje. Es una pena, cuando casi estoy a punto de llegar de verdad a tu piel, el metro se detiene en la parada en la que ambos debemos abandonar el vagón. Avanzamos por el pasillo entre empujones de los pasajeros que caminan con prisa. Y me detengo para despedirme, mientras el resto de personas nos pasan al lado, esquivándonos, tropezando con nosotros. El momento no es el más apropiado, pero tu me lanzas una última mirada que busca seducirme, y ciertamente mi cuerpo tiembla. Me quedo unos instantes quieto, detenido, indeciso... Y cuando estoy a punto de tenderte la mano en señal de despedida, tú, con rapidez, te adelantas para besarme fugazmente. "Hasta otra" me dices, y das media vuelta para retomar tu camino. Me quedo inmóvil, mientras los últimos pasajeros del tren pasan a mi lado. "¿Te apetece tomar algo?" consiguen susurrar mis labios. Pero ya quedas lejos en el pasillo. Avanzando sin detenerte ni mirar atrás. Y yo, confuso ante el hecho de contemplar tu decisión, noto un gusto amargo en la boca, que no me es desconocido. Retomo mi camino. Ahora sí, el pasillo está completamente vacío.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

muy bonito, muy bien construida y francamente emcionante.Como diría algun critico de cine de las pelis de woody allen, " esta es de las buenas".
VICTOR

Naxo dijo...

Tal vez en un próximo balanceo vuelvan a encontrarse...
Muy buena historia, me ha encantado.
Saludos! ;)

Vulcano Lover dijo...

Sí, balanceos hacia alante y balanceos hacia atrás... Pero me temo que en este caso la historia se queda ahí siempre, ni avanza ni se termina... Técnicamente, lo que los franceses llaman "impasse".
Gracias por el comentario. Siempre gusta saber que lo que uno escribe sirve para que alguien disfrute, aunque sea un poquito. Un abrazo.