Del día que lo conocí, recuerdo sus ojos oscuros y profundos, y recuerdo también que los míos se hundían en ellos como si fuesen pozos de agua fresca abiertos al calor de agosto. Nos encontrábamos por casualidad, siempre cruzándonos por la calle, cuando yo iba con María y él se paraba a saludarla, pues también era amiga suya. En cada encuentro hablábamos más y, sobre todo, yo intervenía más. Y así, una tarde tibia, los tres bajo un árbol que susurraba la llegada del verano, lanzó él dos flechas en forma de palabra, que pararon bruscamente mi tiempo, y rompieron el muro de mi más profunda intimidad durante unos segundos de ingravidez, que yo viví con ese vértigo acelerado de la adolescencia. Aquellas palabras las convertí en memoria de piedra, en un recuerdo que ya nunca he conseguido desalojar de mi secreta lista de principios de vida y que, inconscientemente, llevan guiándome en la mayoría de mis caminos. Ahora, cuando lo pienso, con la distancia del tiempo, creo que realmente nunca conseguí entenderle. En nuestras escasas conversaciones, sólo quise entender a alguien que yo fabriqué en mi cabeza, en esa especie de egoísmo salvaje que yo sentía cada vez que el túnel de salida de la mediocridad del mundo brillaba en los ojos de alguien. Por ello, aquellas palabras formaron un concepto sólido y esférico que sentí desde entonces gravitar en el fondo de mi pecho: Vivir para buscar la belleza. El concepto me llegaba como un rumor sordo que me inundaba, como una ansiedad que sólo podía saciarse con esa extraña sensación de la contemplación de la hermosura. Esa idea, no obstante, se convirtió con el paso de los años en condena y en liberación al mismo tiempo, dolor y éxtasis, melancolía e incomprensión. Una especie de secreta religión capaz de abrir distancias infinitas con aquel que no creía en ella. Supongo que la semilla que hizo crecer esos sentimientos siempre debí tenerla, pero fue aquella tarde de mayo cuando sus palabras la hicieron brotar, con ese dolor seco, como de nacimiento. Tocaba el violín, a pesar de que nunca llegué a escucharlo. Y tenía ese dulce y a veces displicente aspecto bohemio que le correspondía como músico. Aquellas palabras suyas, que también tenían mucho de musical, se enredaron en las frías puntas de las estrellas de la noche que ya apuntaba cuando nos separamos, y , en aquel ocaso que me conmovía, sólo supe asentir, creyendo haber dejado claro que una complicidad indestructible acababa de nacer entre nosotros. Aquel encuentro produjo en mi interior un maremoto intenso y salvaje de emociones, sueños e hipótesis de belleza del que tan sólo supe salir con vida escribiéndole una larga carta que, como pude, enmascaré de comentarios musicales, pero que en el fondo escondía una subterránea declaración de amor. Pensándolo ahora, casi me resulta curioso esto que voy a decir, porque juraría que era más probable que fuera yo quien hubiese intentado quedarme con algún recuerdo físico de él. Pero la vida es así, y en el fondo yo tan sólo guardo sus palabras, aquellas eternas palabras que afortunadamente ya he aprendido a domesticar. Él, sin embargo, sí se quedó con algo mío: unas grabaciones de las sonatas de Brahms que le presté para preparar una audición. El día que me llamó para pedirme el favor, conocedor de mi discoteca, sentí que era el momento. Escondí en el CD aquella carta, con mis palabras, en el fondo, descarnadas. Nunca las comentó, ni las mencionó, y la devolución del disco compacto se convirtió en un eterno juego de excusas que he perdido en la memoria. Creo que sólo volví a tener dos o tres conversaciones más con él. La complicidad de aquella tarde se esfumó, casi como si nunca hubiera existido. ¿Escuchará a menudo aquella grabación? ¿me recordará cada vez que las oiga? ¿Permanecerán olvidadas en algún rincón de su discoteca? Son preguntas que me hago a menudo, en una evocación no exenta de cierta amargura y siempre marcada por la sombra de una incógnita que inconscientemente agranda el poder de su magnetismo en mi recuerdo. Hace un par de días lo he vuelto a ver, después de más de diez años. Iba con una mujer, los dos callados, y con un niño que jugaba a su alrededor con entusiasmo, pero al que él parecía no hacer mucho caso. Se sentaron, por casualidad, en una mesa cercana a la mía, en un café del centro. Quise saludarle, pero no tuve valor. El peso de mi dios particular, buscador de la belleza, me paralizó los brazos. Lo vi cariñoso con ella, con esos gestos cargados de una dulzura que no ha perdido. Pero algo había en él que faltaba. Algo que, en aquel rato que pasé inadvertidamente junto a ellos, quebró un tenue hilo que aún quedaba en mi interior. Su sonrisa le delató. Una sonrisa cansada y torcida, carente de brillo. Unos gestos llenos de monotonía que con seguridad no pertenecían ya al que yo conocí. Sus manos ya no tenían esa luz que brillaba cuando exhibía sus gestos elegantes de músico. Ni el cabello le dotaba de ese toque despreocupado de poeta. He sabido hoy (le pregunté por él a María, y me lo contó) que dejó el instrumento hace años, y que ejerce de profesor de primaria en una escuela. Vive con esa chica con la que le vi, al parecer una compañera de trabajo discreta y poco habladora. Tienen un hijo, se llama Jaime, igual que la intérprete del compacto que le presté en aquella ocasión, ¡qué curiosa es a veces la vida!. Me ha dicho que no salen mucho, que hacen más bien una vida familiar. Ella sólo los ve cuando se cruza con ellos por el centro, de compras, y nunca se deciden a sentarse en algún sitio y hablar un poco más. Llevo algunas horas inquieto y triste... El otro día, cuando le observé, es posible que fuera sólo un anhelo mío, pero a pesar de todo, creí todavía ver en el fondo de su mirada la sombra de sus ilusiones. Y, sin embargo no, no se trataba de una sombra, ni del signo de ningún letargo. He comprendido por fin que lo suyo es una elección, un camino ya emprendido que nos ha separado del todo. Un camino de hecho ya emprendido cuando nos conocimos, sin ni siquiera saberlo ninguno de los dos.Los encuentros, como las notas musicales, tienen su momento único para acordar. Y el milagro se produce tan sólo en ese instante y en ese lugar. Nunca antes, nunca después. Yo me equivoqué de momento y lugar. Pero mi búsqueda particular de la belleza sigue ahí, animándome día a día a vivir y a indagar en la vida. Algo me dice que él, sin embargo, no debe conservar ya aquel Brahms maravilloso que le regalé y que yo he soñado con desvelo tantas noches de primavera.
4 comentarios:
A mí me llega, Neverland, irremediablemente me llega, en su barroquismo y encriptación. El volcán es, a su manera, una trampa. Y yo, como amante del volcán, también es posible que lo sea de las trampas. Los miedos, deben vencerse, pero es humano sentirlos. Y yo, también los siento.
¿Qué puedo decir? Sólo asentir, asentir con brillo en la mirada. Neverland, siento miedos.
Enhorabuena por tus palabras. Te he leído ávidamente y con gran placer; es excepcional la alquimia de los miedos, pues destaca aún más su belleza -al hacerse palabra- cuando sabemos que procede de un sentimiento tan duro e informe.
Ahora recuerdo que Pitágoras desarrolló toda su teoría sobre la naturaleza del sonido a partir de las notas producidas por un herrero que martillaba el metal para darle forma (sí, como Vulcano)...
Supongo que no es nuevo hacer cosas bellas a partir de objetos bastos, fríos y feos, como los miedos (pero siempre me llamará la atención).
GRACIAS GOHIKAR... Me alegra ver comentarios de gente nueva por aquí. Espero que continúes leyéndome de vez en cuando. Yo, por mi parte, acudo raudo a leer el tuyo.
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