27 de febrero de 2006

Nudos

Los dos amantes no se han intimidado ante las miradas curiosas de la vecina que tiende la ropa. No han detenido sus besos ni la efusión de su cercanía porque esa mirada, ni la sentían. No se han escondido detrás de la cortina, no han ocultado su desnudez total mientras bailaban, mientras se cubrían la piel de besos, de lenguas húmedas, de manos alargadas, de miradas concupiscentes. Los detalles materiales (un cepillo de dientes, un frasquito de perfume) han sido preparados con precisión, pero son rápidamente olvidados al entrar en la habitación. Allí las horas pasadas pierden sentido dentro de algo llamado noche, dentro de algo llamado día, dentro de algo llamado mañana, o desayuno, o siesta. Y la realidad comienza a desdibujarse, y comienza a surgir con materialidad el tiempo del deseo, el espacio de los anhelos. Y durante esa tarde, esa mañana o esa noche, el Universo entero adquiere un sentido concéntrico, sin fisuras, que sirve para explicar las pasiones, los velos que caen y la sinceridad en la que no queremos creer, que nos invade. Tras la música, un final seco. Salen por la puerta, cada uno hacia un lado. Ella para un instante para ajustar mejor su pie al tacón. Él busca unas monedas en su bolsillo (“necesito suelto para el autobús” piensa). El resto del día aún buscarán rincones en su cabeza, que se abrirán como ocasos en la monotonía del final de un domingo. Al día siguiente, con las primeras claridades de la mañana, de camino a la oficina, de repente, todo les parecerá extraño: madrugar, los pequeños problemas laborales, las citas sociales de la semana, el programa de la televisión que querían ver por la noche. Incluso las horas juntos les parecerán fuera de lugar, inconscientes, raras.
Él baja la calle, y a la luna débil se la traga un anuncio de neón. Se detiene y mira a los transeúntes, parece que quiere decirles “¿dónde vais?, ¿qué hacéis?, No os dais cuenta que nuestras vidas en realidad no tienen sentido?”
En ese momento ella baja los escalones del metro. El cartel naranja de la parada oculta, al descender, el horizonte rosado del amanecer. Bruscamente, también la extrañeza la asalta con una intensidad que la marea, y la detiene en el vértigo de las escaleras mecánicas. Una larga fila de personas, en sentido contrario, asciende sin mirar a ninguna parte. Ella también quiere gritarles. El mundo parece haberse detenido un instante, y nadie parece enterarse. Él busca impaciente en el bolsillo de su cartera, rastrea hasta encontrar la novelita de Natalia Ghinzburg que han leído juntos ayer, a ratos... Ella se coloca con ansia los auriculares. Suena el adagio de la sinfonía concertante de Mozart que le regaló él, y que escucharon mientras se amaban. Él siente que todo vuelve a recobrar el sentido, las palabras escritas, en plena calle, desbloquean su nudo. Mozart la acaricia, pone el equilibrio justo, la gente sigue ascendiendo con la mirada distraída y ella se sonríe. El primer rayo de la mañana roza los tejados , y la vida continua, que no es poco.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Despertares... (Tarjeta 01 - Track 02)

Vulcano Lover dijo...

despertares entre blanco y rosado.