Concierto nº 20 para piano y orquesta en Re menor, K466.
Cuando yo era adolescente, vivía en una casa que miraba al sur, a un sur de cielos azul blanquecinos, desvirtuados por el poder del sol. Me gustaba desde allí mirar al final del horizonte, a los tejados del centro, a la magnética giralda que se torcía para mirar de soslayo. Los campanarios, los colores y las antenas.
Desde mi discreta pasión por el entonces obligado vinilo, adquiría con fervor aquellos discos de la sección del círculo de lectores de los que mi madre me dejaba elegir cada mes un ejemplar. La colección tenía un diseño que imitaba el papel de periódico y en ella las obras e interpretes también aparecían según la disposición de un diario. Eran versiones que era capaz de identificar como diferentes a las que lucían los discos (ya en aquella época comenzaban los flamantes compactos a exhibirse en las estanterías) de la Deutsche Grammophone, con fotos seductoras y artistas que siempre parecían tener un punto de glamour. No adivinaba yo que aquellos, en el fondo extraídos de los fondos de RCA, correspondían a grabaciones de esa época histórica en la que las orquestas americanas se vieron tocadas por el halo mágico de los músicos que huyeron de la Guerra Mundial y se terminaron exiliando después en los Estados Unidos, y que constituían una gran élite de la música en la Europa de antes del 40. Así, orquestas aparentemente poco sofisticadas como la de Dallas, Detroit, Pittisburgh, Marlboro o Columbia se vieron convertidas en orquestas de primer rango, competidoras de las grandes americanas y europeas. Fue un sueño que el dinero americano contribuyó a hacer de américa una continuación en general del mundo intelectual europeo de la primera mitad del siglo XX.
Aquel mes no había nada que me interesase, y decidí, a pesar de todo, pedir un disco con los conciertos para piano de Mozart, que cuando llegaron a casa, admito que pasaron una temporadita en la estantería, sin abrir. En aquel momento yo no sabía deducir que nombres como George Szell y Rudolf Serkin, eran nombres mucho más grandes de lo que imaginaba. Ellos miraban con pose antigua e hierática desde la cubierta, fundidos en el diseño austero que les habían elegido. Y yo los tuve olvidados en aquella estantería durante meses. Mozart era aún para mí ese músico bromista de la pequeña serenata nocturna, lejos de las melancolías románticas de veinteañero que me invadían en aquellos años y que más se acercaban a lo que me podía proponer Brahms o Schumann.
Una mañana de domingo, sin embargo, me quedé solo en casa. Era una mañana de invierno, llena de luz, casi irreal, que redondeaba la perfección estética de sentirme solo en un espacio, de disfrutar de que mis pensamientos se expandiesen por toda la casa. Y caí sobre ese disco, amarillo y negro. Lo abrí y decidí que tenía que darle una oportunidad. Era la versión del concierto número 20 de Mozart por Rudolf Serkin y la orquesta de Columbia dirigida por el (ahora lo sé) gran George Szell.
Desde que las primeras notas, confusas, de la cuerda comenzaron a sonar, algo profundo se conmovía dentro de mí. Porque aquella no era la música del clasicismo que yo esperaba. Era una música sutilmente profunda, que entraba dentro de mí. Y mi casa con ella se convirtió de repente en playa infinita, y el cielo en mar que me lamía los pies, en espuma que llegaba y partía, y Serkin que acariciaba ese desconcierto imposible que sentía yo con la vida. Nunca antes ni nunca después he sentido que una música pudiera representar, en su absoluta falta de vinculación con la palabra o las ideas, de forma tan nítida, lo que yo soy, cómo yo siento. El mar, continuamente cerca, significando el borde de ese abismo que es a la vez deseado y temido, pero que en los días de calma amansa infinitamente, seda los sentidos, los envuelve, y te deja deambular por su orilla hasta el infinito. Con el Romance que le sucede, descubrí que cada vez que el mundo me aturdiese, podía volver a él, porque me sosegaría, como aún sigue haciéndolo, en mis ratos de incomprensión con el mundo. Con el rondó final, sentí lo que probablemente habría sentido alguien de la época escuchando esa furia, más propia de un Beethoven (no en vano era su concierto mozartiano favorito) que se desataba y que concentraba y proyectaba hacia fuera toda esa tempestad, toda esa lava dormida que siempre he guardado dentro de mí. Imagino a alguien del siglo XVIII acostumbrado a las artes de un Haydn o de un Boccherini, verse totalmente atrapado por la furia de este movimiento, de esos violines y ese viento que desde una renovada forma de describir, hurga en nuestros rincones y nos desata desde los instintos más recónditos. ¡Dios!, me dije, y no podía creer lo que sucedía. La música salía por ventanas, por puertas, y yo quería gritar, quedar exhausto de probar esa belleza intensa y sensual, era mi primera iniciación, mi primer escarceo con el lado carnal de la música. Brahms me dejaba esa ansia profunda de belleza que me hundía en la melancolía. Pero Mozart no, me proyectaba, me realizaba, me lanzaba al mar y a las estrellas, sin melancolía, con intensidad. Era la vida que me atravesaba, que me invitaba a vivir cuando yo aún no sabía que me estaba esperando en la siguiente esquina.
Aquel disco desapareció hace muchos años, olvidado por no ser compacto y sustituido por las más modernas versiones de Serkin de los conciertos mozartianos, con Claudio Abbado en los ochenta... Pero tengo que confesar que no es lo mismo, Aquel Serkin anciano sacaba de sus manos un Mozart dulce y cristalino, perfecto, pero se había olvidado de aquellas oscuridades de juventud. Así, esta mañana, cuando he ido a por el País, recordando que el concierto 20 de piano era uno de los que ofrecía en su colección de Mozart, he recordado violentamente aquel sonido de Serkin en juventud, y he debido pasar de largo. Amazon me asegura que en pocos días tendré en casa la versión histórica de juventud, con esa orquesta de Columbia que ya nadie sabe qué es de ella...
8 comentarios:
Memoria de los sentidos. Y de las musas.
Buenos días...
Sin sentidos, no hay memoria. ¿O sí? Siempre me pregunté qué sueñan los ciegos, cómo piensan los sordos.
pues no lo sé inquilino, me pones en un aprieto... Pero creo que algo sí debe haber. Siempre tuve curiosidad por eso y una vez pregunté a una amiga que es ciega que si para ella por ejemplo, los colores tenían un significante en el cerebro... Y resulta que sí. Los relacionen a vibraciones, a sentimientos, a frío o calor... Tenemos muchas más sentidos de los que parece, sólo que no los desarrollamos. Y la memoria yo si la siento profundamente ligada a los sentidos, en eso estoy con proust y con inquilino ;-)
Nada recuerdo que no haya sentido. Olvido los datos, pero mantengo colores, aromas y tactos. Recuerdo mejor el roce de unas manos que citas imposibles.
Lo sensorial es un privilegio, como casi todo lo que es sinónimo de estar vivo...
Besos proustianos a los dos (voy a por mi magdalena, por cierto).
De nuevo yo con mis ejercicios imposibles.
Y vuestras respectivas magdalenas del fin de semana ¿¿¿a qué saben???
Mi magdalena de sábado comenzó traviesa, chipeante y juguetona, con un regusto dulce y tierno al final.
El domingo no. El domingo me desayuné rosquillas amargas.
Yo estuve todo el sábado comiendo golosinas de esas que no sabes qué sabor te va a tocar cada vez que coges una, así que pasé de fregar mi casa bailando con la fregona a ritmo de kustirica, tomar el sol en la terraza mientras descubria inflexiones inesperadas en una voz, a perserme en la jungla urbana, esquvar com opude mi abrupto pasado, besarme a lo sp ies de Apolo y terminar la noche en un cielo-infierno divertido sin más. (no está mal, eh?) EL domingo fue placer contínuo. El sol poderoso y seductor, paseos a media tarde, cine francés después, y noche con final seductor... Así, quién no va a odiar los lunes!!!!!
Buen menú el tuyo el de este fin de semana.
Los lunes... bueno, afortunadamente existe un multicanal por dónde se cuela tímidamente ese cierto morbo tan estimulante.
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